viernes, 13 de junio de 2014

El castillo

Ésta es la historia que mi tío me contaba acerca del castillo de La Cañada en el que ocurrió el episodio del gato atropellado. Por supuesto, es una historia completamente falsa, que se inventó para entretenerme. Yo la he perfeccionado un poco, he añadido nombres a los protagonistas y una descripción ficticia del castillo, pero en esencia, es la historia que me contó mi tío y a él le debo el relato.
EL CASTILLO
Ya tenía fama de misterioso y terrorífico. Toda la Cañada sabía que en aquel chalet, que parecía una réplica en miniatura de un castillo medieval, ocurrían cosas extrañas: muertes, desapariciones, sonidos que no provenían de ninguna parte… No fue de extrañar que, cuando se puso en venta, nadie lo quisiera comprar. Los propietarios, ansiosos por deshacerse de la vivienda, hicieron una peculiar oferta: aquél que consiguiera pasar una semana en el castillo, se lo quedaría gratis. Tampoco resultó un éxito, y pasaron unos días antes de que los protagonistas de este relato aparecieran.

La familia no había estado antes en la Cañada, de forma que desconocía la historia de aquel chalet, aunque no prestó demasiada atención cuando la gente trató de contársela. Era un matrimonio con una hija y un perro. La niña, de unos doce años, se llamaba Amparo, y los padres, Luis y Pilar.

El castillo, como ya he comentado, no era demasiado grande, pero suficientemente amplio para tres personas. El jardín estaba bastante descuidado, mas ni siquiera el lúgubre aspecto del lugar hizo que la familia se echase atrás. Había dos pisos, en el segundo de los cuales se encontraba el dormitorio de Luis y Pilar, y una única torre, que se convertiría en el dormitorio de Amparo. Los tres estaban entusiasmados ante la perspectiva de pasar allí una semana y poder conseguir una segunda vivienda para el verano en aquella zona tan tranquila.

Durante la primera mañana, se dedicaron a quitar el polvo a los muebles y vaciar sus maletas. Mientras almorzaban, comentaron lo ridículo de la leyenda que los vecinos les habían contado:

—    No entiendo a la gente —decía Luis—. ¿Cómo se puede ser tan ignorante como para creer que un chalet está embrujado?
—    Por favor, que estamos en el siglo XXI… —le apoyó su mujer.

Aquella noche, Amparo trató de pensar en algo que no le recordase las advertencias de la gente acerca del castillo; sin embargo, no podía apartarlas de su mente. No era una niña supersticiosa, pero sí bastante influenciable y asustadiza. Se metió rápidamente en la cama y, escondida bajo las sábanas, cerró los ojos y se durmió poco tiempo después.

Le despertó un sonido extraño que venía de fuera. Al principio, no recordaba dónde estaba, pero al mirar a su alrededor, se percató aterrorizada de que no había sido un sueño: estaba en el castillo de la Cañada, durmiendo en la torre. Permaneció en silencio varios minutos, durante los cuales no oyó nada. Cuando comenzaba a calmarse, se escuchó de nuevo aquel sonido, esa vez más cercano. Metió la cabeza bajo el almohadón y cerró los ojos, que se le empezaban a llenar de lágrimas. Escuchó cómo la puerta de su cuarto se abría lentamente, mejor dicho, se percató porque comenzaba a entrar frío: aquella mañana habían puesto aceite en las puertas para que no chirriasen. A continuación, se oyeron pasos aproximándose a la cama de Amparo, que lo único que quería en aquel momento era morirse. La niña, en un ataque de desesperación, sacó la cabeza y salió de debajo de las sábanas para observar al intruso, y se quedó petrificada al ver a una niña exactamente igual que ella: en efecto, se trataba de ella misma, pero vestida pobremente con un camisón blanco que parecía una de las sábanas de la cama de Amparo, y su pelo era más largo y el rostro estaba demacrado. La mirada de aquel espectro era ausente; sin embargo, parecía mirar fijamente a la pequeña, que no tenía fuerzas para gritar. El fantasma abrió la boca para decirle, con una voz de ultratumba, una sola palabra: “Márchate”. Acto seguido, se dio media vuelta y salió de la habitación. Amparo perdió el conocimiento.

A la mañana siguiente, la pequeña estaba muy pálida, pero no dio tiempo a que sus padres le preguntaran y se apresuró a contar lo que había vivido aquella noche, sin conseguir nada más que carcajadas por parte de sus progenitores.

—    Sólo has tenido una pesadilla, pequeña —la tranquilizó su madre cuando acabó de reír.
—    No ha sido una pesadilla: cuando me fui a dormir, la puerta de mi cuarto estaba cerrada. Esta mañana estaba abierta —replicó la niña.

A pesar de los esfuerzos de Amparo por convencer a sus padres de que los rumores sobre el castillo eran más que simples habladurías, la muchacha no logró que Luis y Pilar entraran en razón, así que decidió permanecer el menor tiempo posible en el castillo. Cogió a Van Gogh, el perro, y se fue a pasear.

Aquella noche no pudo dormir, aunque no recibiera la visita del fantasma ni escuchara más ruido que el causado por el viento golpeando la ventana. Eran las tres de la mañana cuando ya comenzaba a conciliar el sueño. En ese momento, se escuchó el alarido de un animal. Intuyendo lo que había pasado, comenzó a llorar en silencio, sin atreverse a sacar un pie fuera de la cama. Así estuvo hasta las nueve, hora en la que su padre entró en su habitación, con una expresión seria que confirmó las sospechas de la pequeña.

—    Amparo, lamento muchísimo decirte que Van Gogh… —comenzó a decirle el hombre.
—    Está muerto, ¿verdad?
—    Así es… ¿Cómo lo sabes? ¡No habrás bajado al jardín!
—    No, escuché sus gritos de agonía hace un rato… ¿Por qué no quieres que baje al jardín? ¿Por qué no quieres que lo vea?

Luis tenía un poderoso motivo para no querer que su hija viera por última vez a su querido animal, pues lo cierto es que no había tenido una forma de morir precisamente envidiable, sino más bien siniestra y cruel: Pilar lo había encontrado atravesado en la verja de la puerta principal del chalet. La impresión que causó en la pobre mujer contemplar las tripas del animal y el charco de sangre de la entrada hizo que tuviera que tumbarse, y por este motivo había sido Luis quien le había comunicado la noticia a Amparo, a pesar de que su mujer era más sutil a la hora de contarle algo malo a su hija. Pero Amparo se asomó a la ventana de su habitación y vio el cadáver de su mascota. Ya no volvió a pronunciar palabra hasta la hora de comer:

—    No tengo hambre —dijo.
—    Tienes que comer algo: tampoco has desayunado. Llevas desde ayer sin probar bocado —respondió su padre.
—    Os dije que aquí pasan cosas raras, ¡os lo dije! ¡Y ahora Van Gogh está muerto! ¡Por vuestra culpa! —exclamó la niña, y seguidamente se echó a llorar.
—    No ha sido la casa, seguro que han sido los vecinos, que quieren asustarnos —replicó Luis, que se levantó y dio un golpe a la mesa mientras gritaba—:  ¿¡Qué broma de mal gusto es ésta, maldita sea!?

Pilar iba a reprocharle aquel ataque de nervios cuando ocurrió algo inesperado: la mesa comenzó a temblar. Los tres se quedaron en silencio: los platos caían al suelo y se rompían al tiempo que la mesa se elevaba ante ellos. Amparo comenzó a gritar, y sus padres permanecieron en pie, sorprendidos, hasta que finalizó el poltergeist. Después, todo quedó en un silencio mortal que sólo se atrevió a romper la pequeña, que exclamaba cada vez con mayor fuerza:

—    ¡Quiero irme de aquí! ¡Quiero irme de aquí!

Sus padres se miraron durante un segundo, y Luis tomó una decisión:

—    Mañana por la mañana nos vamos.
—    ¿Mañana? ¡Debemos irnos ahora mismo! —protestó Pilar.
—    Hay maratón y la carretera estará cortada hasta mañana. No nos pasará nada por estar una noche más aquí —explicó su marido.

Pensaron en irse a casa de alguien, pero no tenían confianza con ningún vecino, y no había hoteles cercanos, de modo que tuvieron que quedarse en aquel castillo una noche más, con el único consuelo de que sería la última.

Amparo hubo de dormir en su habitación, pues en la cama de sus padres no cabían más de dos personas, pero se sentía segura y aliviada, y confiaba en que no iba a ocurrir nada sobrenatural. Se equivocaba completamente.

De nuevo, todo comenzó con los sonidos extraños fuera de la habitación. Amparo abrió los ojos de inmediato, y la puerta se abrió violentamente. La pequeña se incorporó, más asustada que nunca, y se encontró con el espectro de hacía dos noches, que dijo: “Ya te avisé”, y se abalanzó sobre ella.

El grito de Amparo despertó a sus padres, que se apresuraron en subir a la torre, pero ya era demasiado tarde: no había rastro de su hija.


Aquella noche, la urbanización no pudo dormir: todos habían escuchado a la pequeña, de la cual no se supo nada nunca más.
La leyenda de la niña de la torre se sumó a las ya numerosas historias que circulaban sobre el castillo de la Cañada. Según los habitantes de la zona, algunas noches se escuchan los lamentos de una niña, que advierte a los nuevos y recuerda a los veraneantes habituales y a quienes viven por ahí que no deben entrar en aquel lugar de pesadilla, a no ser que busquen el terror y la muerte. O peor: la vida eterna en el castillo de la Cañada.

Rima S.

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