viernes, 13 de junio de 2014

El gato de la Cañada (hecho verídico)

Era una tarde de verano cualquiera. No recuerdo muy bien si hacía calor, supongo que sí. Lo normal. Fue hace mucho tiempo, ni siquiera sé qué edad tenía yo por aquel entonces.
Como todos los años, mi familia veraneó en La Cañada, una zona de Paterna que todavía no se había convertido en un lugar residencial, y la mayoría de los que allí estaban, se marchaban al acabar las vacaciones.

Siempre salíamos a pasear cuando el Sol no molestaba y se podía dar dos pasos sin comenzar a sudar desesperadamente. Nos dispusimos a salir como lo habíamos hecho los días anteriores. Aquel día, sin embargo, sucedió un acontecimiento extraño que no he podido olvidar y es uno de los pocos recuerdos que tengo de aquel verano, puesto que era tan pequeña que he olvidado muchos momentos allí vividos.

Había cerca del nuestro, un chalet bastante viejo y descuidado que imitaba a un castillo, uno minúsculo, hasta el punto de que hoy me parece ridículo. Pero entonces me encantaba, al tiempo que sentía un respeto inculcado por las historias de terror que mi tío me contaba todas las noches y que siempre tenían lugar en aquella casa aparentemente abandonada. Yo pasaba todas las mañanas por allí con mi abuelo, cuando íbamos a comprar. Mi abuelo detenía el coche y yo podía asomarme para tratar de divisar el interior, pues siempre estaba la puerta abierta, pero nunca conseguí ver nada. Ese aire misterioso me encantaba: otra tarde, estando tumbada en el jardín de mi chalet, vi en el cielo una bandada de murciélagos que se perdieron en la distancia en un abrir y cerrar de ojos, y supe que venían del viejo castillo “encantado”, como lo llamaba entonces. Más de una vez había visto sus árboles llenos de estas criaturas y de pájaros que, más que piar, parecía que se lamentaran de algo y se reunieran allí para cantar a coro sus penas.

Aquella tarde pasamos, como siempre, por el castillo. De repente, vimos salir del jardín a un gato negro y tuerto. Parecía huir de algo: corrió asustado hasta la carretera, y fue atropellado por un coche, convirtiéndonos en testigos de su muerte. Recuerdo que algunos de mis familiares se acercaron al desafortunado animal, pero en seguida se dieron cuenta de que no podían hacer nada por él. Continuamos como si nada hubiese pasado.

No obstante, al día siguiente, estuve de nuevo en la “escena del crimen”, y contemplé, más sorprendida que asustada, cómo había un gato negro, tuerto, exactamente igual que el del día anterior, sentado apaciblemente en el mismo lugar donde su compañero fue atropellado por aquel coche en su huida del castillo. No había ni rastro del cadáver. Supongo que lo habían recogido ya.
Ha pasado mucho tiempo, ya ni siquiera veraneo en la Cañada, por desgracia. Estoy segura de que sería muy feliz allí. El chalet que teníamos lo vendimos hace mucho, cuando yo sólo tenía cuatro años. El suceso del gato fue después. Seguíamos veraneando allí, pero de alquiler.
No recuerdo todos los pormenores, ni la descripción exacta del gato, ni qué fue lo que sentí exactamente.
Aún hoy, cuando voy alguna mañana al que fue el lugar donde pasé todos los veranos de mi infancia, paso por aquel “castillo”, que, a diferencia de La Cañada, no ha cambiado en absoluto. Y espero que no lo haga nunca, para que así, otros niños, como yo, puedan fantasear con él y escuchar las historias inventadas por sus tíos y pasar un rato de miedo y diversión, términos que no tienen por qué estar reñidos.

Rima S.

No hay comentarios:

Publicar un comentario